Dios ha llamado a todos los creyentes en Cristo a una vida santa, no hay excepción alguna a este llamado.
No es un llamado dirigido únicamente a los pastores, a los misioneros, y a unos cuantos maestros de Escuela Dominical que se han consagrado a esta tarea.
Todos los creyentes en todas partes, sean ricos o pobres, cultos o incultos, influyentes o totalmente desconocidos, son llamados a ser santos.
El plomero creyente y el banquero creyente, la ignorada ama de casa y el poderoso jefe de estado han sido todos por igual llamados a ser santos.
El concepto de la santidad puede resultarle un tanto antiguo a la generación actual.
En algunas personas la sola mención de la palabra santidad provoca imágenes de un cabello largo en las mujeres, faldas largas y de medias negras.
En algunos círculos, la santidad equivale a tener en cuenta una serie de prohibiciones — generalmente en cuestiones tales como el cigarrillo, la bebida, el baile, etc.
La lista de prohibiciones varía según el grupo de que se trate.
Todas estas ideas, si bien son acertadas en alguna medida, pierden de vista el concepto central.
Cuando seguimos un enfoque de prohibiciones para alcanzar la santidad, corremos el peligro de volvernos como los fariseos, con su interminable lista de trivialidades a observar o a evitar, y actitud de auto justificación.
Ser santos significa ser moralmente intachables, es estar apartados del pecado y, por consiguiente, estar consagrados “separados para Dios.
La santidad de Dios, por lo tanto, significa que está perfectamente libre de todo mal.
Decimos que una prenda de vestir está limpia cuando está libre de manchas, o que el oro es puro cuando ha sido refinado y se le ha quitado toda la escoria.
De este modo podemos pensar en la santidad de Dios como la ausencia total de maldad en él.
La luz y las tinieblas, cuando se las emplea de esta manera en las Escrituras, tienen significación moral.
Juan nos está diciendo que Dios está completamente libre de todo mal moral, y que él mismo constituye la esencia de la pureza moral.
La santidad absoluta de Dios debe servimos de gran consuelo y seguridad.
Si Dios es perfectamente santo, luego podemos confiar en que sus acciones para nosotros han de ser siempre perfectas y justas.
El mejor modo de comprender la idea de la santidad, consista en observar cómo usaban esta palabra los escritores del Nuevo Testamento.
Pablo usó el término en contraste con una vida caracterizada por la inmoralidad y la inmundicia.
Pedro lo usó en contraste con la vida vivida de conformidad con los deseos pecaminosos que teníamos cuando vivíamos alejados de Cristo.
Juan contrastó al que es santo con el que es vil y hace lo malo.
Vivir una vida santa, por lo tanto, es vivir una vida de conformidad con los preceptos morales de la Biblia, y en contraste con la orientación pecaminosa del mundo.
Vivir una vida santa es vivir una vida que se caracteriza por “(despojarnos) del viejo hombre:
Por consiguiente, si la santidad es tan fundamental para la vida cristiana, ¿Por qué no la experimentamos en mayor medida en la vida cotidiana?
¿Por qué son tantos los creyentes que se sienten constantemente derrotados en su lucha contra el pecado?
¿Por qué a menudo la iglesia de Jesucristo parece conformarse más al mundo que la rodea, que a Dios?
Las respuestas a las preguntas enunciadas pueden agruparse en tres áreas básicas de problemas.
1.- El primer problema es que nuestra actitud hacia el pecado se centra en nosotros mismos más bien que en Dios.
Nos preocupa más nuestra propia “victoria” sobre el pecado, que el hecho de que nuestros pecados entristecen el corazón de Dios.
W. S. Plumer escribió: “Jamás veremos el pecado a la luz que corresponde, mientras no lo veamos como algo cometido contra Dios.
2.- El segundo problema consiste en que entendemos mal la frase “vivir por la fe”
Muchos cristianos suponen que vivir por fe significa que no se nos exige ningún esfuerzo de nuestra parte para alcanzar la santidad.
Más todavía, algunas veces se ha llegado a sugerir que cualquier esfuerzo hecho por nuestra parte, es “de la carne”.
La fe en Cristo es la raíz de toda santidad.
Usted debe de afrontar el hecho de que es personalmente responsable de su andar en santidad.
Solo así Jesús le ayudará a eliminar los hábitos pecaminosos que le acosan, si está dispuesto a aceptar su responsabilidad personal en cuanto a los mismos.
3.- El tercer problema es que no tomamos en serio algunas clases de pecados.
Mentalmente hemos categorizado a los pecados en dos grupos: los que resultan inaceptables y los que se pueden admitir en alguna medida.
Las Escrituras nos dicen que las “zorras pequeñas. . . echan a perder las viñas” y es justamente el ceder en las cuestiones pequeñas lo que conduce a los deslices más grandes.
Dios es santo, no puede justificar ni pasar por alto ningún pecado nuestro, por pequeño que éste sea.
A veces tratamos de justificar ante Dios alguna acción que nuestra propia conciencia pone en tela de juicio.
Pero si realmente comprendemos lo que representa la santidad perfecta de Dios, tanto en sí mismo como en lo que nos exige a nosotros, veremos en seguida que jamás podremos justificar ante Él la más mínima desviación con respecto a su perfecta voluntad.
¿Y nosotros? ¿Pensamos a veces que no nos queda otro remedio que ocultar la verdad en parte, o realizar algún acto ligeramente deshonesto?
“No es la importancia de la cuestión, sino la majestad del Legislador, lo que debe tomarse como norma para la obediencia.
Por cierto, que alguno podría considerar que estas reglas minuciosas y arbitrarias no tienen importancia. Pero el principio que está en juego al obedecer o al desobedecer dichas reglas es, ni más ni menos, el mismo principio que estaba en juego en el Edén al pie del árbol prohibido.
En realidad, el principio es el siguiente:
¿Ha de ser obedecido el Señor absolutamente en todo lo que manda?
¿Es Dios un Legislador santo?
¿Estamos dispuestos a considerar que el pecado es “pecado”, no porque sea grande o pequeño, sino porque lo prohíbe la ley de Dios?
No podemos categorizar al pecado si hemos de vivir una vida de santidad.
Dios no nos va a permitir que nos escapemos por la tangente adoptando una actitud de este tipo.
Este llamado a la vida santa se basa en el hecho de que Dios mismo es santo.
Porque Dios es santo, exige que nosotros también seamos santos.
Muchos cristianos tienen lo que podríamos llamar una “santidad cultural”.
Se adaptan al carácter y al esquema de comportamiento de los creyentes que los rodean.
Si la cultura cristiana que los rodea es más o menos santa, dichas personas son más o menos santas también.
Pero Dios no nos ha llamado a ser como los que nos rodean, nos ha llamado a ser como él mismo es.
La santidad consiste en nada menos que la conformidad con el carácter de Dios.
El odio o aborrecimiento es una emoción legítima cuando se refiere al pecado.
De hecho, cuanto más santos nos volvemos, tanto más aborrecemos el pecado.
David dijo:
Nos acostumbramos tanto a nuestros pecados, que a veces caemos en un estado de coexistencia pacífica con ellos; pero Dios no deja de aborrecerlos jamás.
“La santidad no consiste en especulaciones místicas, fervores fanáticos, ni en durezas impuestas, consiste en pensar cómo piensa Dios y en desear lo que desea Dios”.
La santidad tampoco significa, como se cree con tanta frecuencia, la adhesión a una lista de cosas que se deben hacer y de cosas que no se deben hacer, mayormente de cosas que no se deben hacer.
Cuando Cristo vino al mundo, dijo:
Los mejores creyentes jamás pueden por sí mismos merecer la salvación basados en su santidad personal.
Nuestras acciones justas son como trapos de inmundicia a la luz de la santa ley de Dios.
Nuestras mejores obras están manchadas y contaminadas con la imperfección y el pecado.
Como lo expresó uno de los santos hace algunos siglos: “Hasta nuestras lágrimas de arrepentimiento tienen que ser lavadas en la sangre del Cordero”.
Nuestra santidad delante de Dios depende enteramente de la obra que Jesucristo hizo por nosotros, por la voluntad de Dios.
Las Escrituras hablan tanto de una santidad que nosotros tenemos en Cristo ante Dios, como de una santidad que nosotros tenemos que buscar insistentemente.
Estos dos aspectos de la santidad se complementan mutuamente, porque nuestra salvación es una salvación para ser santos:
A los corintios Pablo les escribió:
¿Está dispuesto a comenzar a considerar al pecado como una ofensa contra un Dios santo, en lugar de verlo como derrota personal solamente?
¿Está dispuesto a aceptar su responsabilidad personal por sus pecados, comprendiendo que, al hacerlo, tiene que aprender a depender de la gracia de Dios?
¿Y está dispuesto a obedecer a Dios en todas las áreas de la vida, por insignificante que sea la cuestión o la circunstancia?